¿POR QUÉ SE QUEDA UNA MUJER EN UNA RELACIÓN VIOLENTA?
Las respuestas más comunes que se dan a sí mismos son: algo le gusta de todo eso, lo ama, es cómoda, no quiere trabajar, etc. Todas estas respuestas, lejos de ayudar en algo a la víctima, la someten y la rebajan más aún. Estas respuestas son injustas y revelan la ignorancia que hay sobre el tema. La realidad es mucho más compleja.
Algunas cuestiones que pueden aclarar este punto:
Naturalización de la violencia: Si la víctima de violencia conyugal ha sido víctima de violencia familiar en su hogar de origen, es probable que haya «naturalizado» la violencia.
Miedo a las amenazas: En la mayoría de los casos la mujer también está asustada y amenazada. Recordemos que la violencia siempre se acompaña de argumentos intimidatorios, los cuales son parte del maltrato emocional. «Si me dejás, me mato o te mato», «me voy a volver loco», «no vas a poder sola», «te voy a sacar a los chicos», «nadie te va a creer», «no vas a conseguir trabajo», etc., son los más comunes.
Culpa: Parte de la manipulación a la que es sometida incluye argumentos que inducen culpa: «una buena mujer no abandona al marido», «Dios no quiere que nos separemos», «la iglesia no va a apoyarte», «vos también tenés la culpa de lo que sucede», «vos no fuiste una buena mujer», «si perseverás, él puede cambiar», etc. Estos argumentos también se refuerzan con las comparaciones con otras mujeres, supuestamente más dóciles.
Vergüenza y humillación: Es un sentimiento casi universal en las mujeres maltratadas. No quieren exhibir ante otros lo que sienten como un fracaso propio. No evalúan correctamente que la vergüenza es para el agresor y no para la víctima de violencia. Piensan que ellas mismas tienen la culpa de lo que les sucede y no quieren exponerse ante los demás. Tapan sus marcas físicas y ocultan sus verdaderos sentimientos heridos. Se sienten humilladas y avasalladas.
Razones económicas: Muchas mujeres temen que si se separan del violento quedarán desamparadas ellas y sus hijos, máxime si este es el proveedor. La realidad es que un buen número de mujeres maltratadas tienen muchos hijos (lo que a veces es una forma más de sometimiento), por lo que les resulta difícil salir a trabajar para obtener su propio sostén y el de los hijos. Además, estas mujeres tienen baja autoestima, no confían en sí mismas, no se sienten capaces de enfrentar solas la vida, y terminan prefiriendo la violencia dentro del hogar antes que el desamparo fuera de él.
Responsabilidad con los hijos: La mayoría de las mujeres que padecen violencia por parte de sus parejas no se separan por los hijos. No quieren ser las causantes de dejar sin padre a los niños —sin ver que, en realidad, es el mismo hombre el que los deja sin padre—. Incluso los hijos varones, adolescentes o jóvenes, tienden a repetir la violencia que ven en el papá, maltratando a su madre física o emocionalmente. Las mujeres que padecen violencia temen que en el futuro los hijos les reprochen el haberse separado. Dudan que puedan sostenerlos económicamente. Minimizan los efectos perniciosos de la violencia conyugal sobre los hijos. Es más, muchas mujeres soportan toda clase de castigos sobre sí mismas con tal de que no haya violencia física sobre los hijos, ignorando que, de todos modos, los hijos testigos de violencia entre sus padres son fuertemente afectados.
Doble victimización y efecto doble fachada: Algunas mujeres que en alguna oportunidad se atrevieron a contarle a alguien su padecer, encontraron condena en vez de comprensión, sanción en vez de liberación, carga en vez de ayuda. Cuando esto sucede, la víctima recibe un nuevo maltrato, esta vez más doloroso y difícil de asimilar. De cualquier forma, la doble victimización es muy grave y tiene consecuencias nefastas: puede reforzar la indefensión de la víctima y su profunda desilusión respecto de algún tipo de ayuda a la que pueda recurrir y aumenta la desesperanza y la desesperación.
Esto se complementa con el fenómeno llamado «doble fachada». Se trata de una característica muy común en los abusadores de cualquier tipo, y consiste en tener una doble imagen: una pública y otra privada. En público pueden mostrarse como personas seguras de sí mismas, controladas, respetuosas, espirituales, éticas, amables, equilibradas, hasta seductoras y carismáticas, o incluso sumisas. Pero en privado muestran su verdadera cara: son violentos, agresivos, sarcásticos, arbitrarios, se descontrolan, manipulan, ignoran, aíslan a la víctima, y la someten a toda clase de torturas físicas y emocionales.
(Material extraído del Instituto Eirene Argentina)
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